
El Olvido. Ese mal, esa dicha, esa enfermedad, esa esperanza, esa mentira, ese escape, ese recuerdo que se esfuma.
Foucault sostenía que en el Olvido se encuentra la verdad: el ser humano, para poder vivir en sociedad, creó un pacto basado en el poder legislativo del lenguaje, y es recién cuando el ser humano olvida la existencia dicho acuerdo y de su propio rol como creador de éste que alcanza lo que el autor califica como "verdad".
Sin embargo, el Olvido no necesariamente tiene fines filosóficos ni es objeto de estudio de grandes héroes universales. A menudo lo encontramos a la vuelta de la esquina: está presente en cada cena familiar, denuncia culpables en cada reunión de amigos, incluso puede hallarse al no recordar una cara ligeramente familiar en el subte. Somos seres humanos y olvidamos. Algunas veces lo hacemos a propósito, otras “sin querer queriendo”; la realidad es que nuestra memoria es como un disco rígido que, con el pasar de los años, acumula demasiados contenidos, y que lenta y gradualmente va eliminando cierto material para generar espacio para “lo nuevo”.
Todos, siempre, olvidamos. Los bebés sólo retienen informaciones fundamentales: cuando tienen hambre deben buscar alimento en el seno de sus madres, se encariñan con "esos dos" que andan siempre cerca de él, cuando se genera silencio alrededor es porque probablemente deben cerrar los ojos y dormir.
Los adolescentes suelen "olvidar" ciertos puntos importantes: "olvidan" que fueron a un colegio privado y que viven en un "country" para no presentar contradicciones con su ideología comunista, "olvidan" la angustia existencial que tienen saliendo todas las noches e ingiriendo lo que llegue a sus manos para no tener que afrontar semejante crisis, "olvidan" el miedo que les da crecer preteniendo "sabérselas todas" y ser más listos que el resto.
Los adultos son otros expertos en el Olvido: por contar con cierta experiencia se dan el lujo de eliminar de su mente hechos como la pobreza (porque "siempre hubo pobres") y su lado lúdico ("si sos un adulto, comportate como tal").
Por último, los ancianos parecen ser los verdaderos especialistas: sus mentes, cansadas y envejecidas, directamente olvidan todo: el pasado, el presente, el futuro, todo forma parte de una nebulosa de la que no pueden extraer pensamientos lógicos. Por más esfuerzos que hagan, no logran recordar si alguna vez estuvieron en Perú, no pueden afirmar cuándo hablaron con sus hijos por última vez, no son capaces de decir qué hicieron el fin de semana anterior. Sus mentes se van dando por vencidas, así como también ellos mismos lo van haciendo cuando se dan cuenta de que esa falta de claridad le quita todo sentido a la vida.
Hoy mi abuelo se perdió, no fue capaz de recordar un camino que hacía frecuentemente desde Martínez hasta Vicente López. Volvió llorando y diciendo que no quería vivir más así. El Olvido se está apoderando de él a pasos agigantados, y nada ni nadie parece ser capaz de detenerlo.
Pero el Olvido no siempre es angustiante, sino que a veces parece ser una salvación. Ante determinadas circunstancias deseamos olvidar tanto sufrimiento y dolor y borrar de nuestra memoria determinados hechos o momentos. ¿Quién no ha pensado alguna vez "ay no, que esto por favor sea un sueño, que esto no haya sucedido, que sea algo que con el tiempo olvidaré y que nunca tendrá ningún efecto verdadero"?. Un amigo muy cercano de mi papá perdió hace un año a su hijo, que tenía 17 años. Semejante tragedia, catástrofe, injusticia va contra las leyes de la vida. Un padre enterró al hijo que amaba; ese padre murió ese día. No resulta sorprendente que no exista una palabra para denominar este tipo de pérdida: viudo, huérfano, ciego, manco, indigente; todos ellos carecen de algo, pero por lo menos tienen un nombre. Un padre cuyo hijo muere, en cambio, no puede ser llamado de ninguna forma, porque va en contra de los planes de la Naturaleza, y porque provoca tal desgarramiento del alma que éste no puede ser expresado de ninguna manera. Por eso, probablemente cualquiera de estos desdichados padres se consideraría tremendamente afortunado si lograra borrar de su memoria, aunque fuera por sólo un minuto, el inmenso dolor que lo invade sin pausa.
Esto no significa, sin embargo, que ninguno de ellos optara, si tuviera la opción, por conservar dichas memorias. Porque el recordar nos hace sentir, en muchos casos, vivos. Hace que sepamos quiénes somos, que tengamos anécdotas divertidas para compartir y secretos para revelar, que contemos con la capacidad de asociar y relacionar lo que pasó con lo que ocurre aquí y ahora.
Y también es gracias a la memoria que podemos mantener vivos a quienes ya no están más con nosotros. Que nos riamos cuando recordemos cómo cantaban en el auto, que nos enamoremos una y otra vez cuando recordemos su perfume, que lloremos cuando recordemos cuánto bien nos hacían y cuánto mal nos provoca su ausencia.
Olvidar puede generar desesperación. Porque olvidamos su color de pelo, olvidamos cuál era su canción favorita, olvidamos su cara al despertarse, olvidamos la manera en que pronunciaba nuestro nombre, olvidamos cómo sus manos encajaban perfectamente con las nuestras, olvidamos sus palabras, y terminamos olvidando su existencia.
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