Cuando tenía diez años di una vuelta a la manzana. Fui con mi hermano una tarde de verano; hacía calor, estaba cansada y fastidiosa. Nuestros padres se despedían en la puerta de unos amigos, y nosotros habíamos decidido huir por unos breves minutos. Caminamos hasta la esquina, todo bien. Caminamos una cuadra, todo bien. Caminamos unos metros más, todo bien. Hasta que llegamos a esa casa con portón verde, vieja pero pintoresca, chica pero deslumbrante. Con mi hermano reíamos, hablábamos de la reunión que previamente había tenido lugar en nuestra casa, nos burlábamos de los patéticos invitados.
De la nada salió un perro. Dejamos de reírnos. Mi hermano, apenas dos años y medio más grande que yo, sentía la necesidad de protegerse a sí mismo, pero sobre todo de protegerme a mí. Estábamos los dos igual de asustados, no podíamos movernos. El perro ladraba, ladraba, ladraba. Cada vez que intentábamos dar un paso en dirección a nuestro hogar, el perro rugía de un modo tenebroso. Pasaron varios minutos, nosotros empezábamos a inquietarnos, y nuestro pesar aumentaba al pensar que nuestros padres ya estarían seriamente preocupados por nuestra desaparición.
Yo insistía en volver por donde habíamos venido. Para mí no existía otra solución, pasar por donde estaba el perro no era una posibilidad. Mi hermano me decía que no; miraba al perro, miraba la casa, miraba la calle, volvía a decirme que no.
En algún momento pasaron dos jóvenes en bicicleta. Conversaban y se divertían, exactamente como mi hermano y yo hace sólo algunos instantes. Nos miraron, miraron el perro, nos miraron, y siguieron su camino.
Por fin, mi hermano dio el gran paso. Decididamente pasó por donde estaba la bestia, no se detuvo ante sus insistentes e intensificados ladridos, siguió caminando unos metros más, se dio vuelta y me miró con cara triunfal. Mi desesperación había llegado a su punto máximo, ahora sí no tenía otra opción más que copiarlo. Tomé aire, empecé a mover los pies, a dar un paso tras otro. No miré al animal, no miré a mi hermano, no miré nada. Sólo caminé. Sin sentir nada, sin pensar en nada, sin desear nada más que no fuera llegar a salvo a mi casa.
Finalmente llegué al lado de mi compañero de vida, nos sonreímos, y continuamos nuestra charla como si nada hubiera pasado. Mi hermano probablemente borró ese episodio de su memoria instantáneamente, pero yo nunca lo logré. Fue la sensación de estar tan cerca, y a la vez tan lejos, la que nunca pude evacuar de mi mente.
La contradicción sigue latente, ese sentimiento se repite día a día…
Mi amiga S. escribe mails desde Europa pero no es capaz de levantar el teléfono cuando está acá.
La posibilidad de cambiar el mundo se nos presenta frente a nuestras narices a lo largo de todas nuestras vidas, pero parece tan imposible como utópica.
Mi abuelo se acerca a pasos agigantados a la muerte, y sin embargo siento que ese desenlace nunca llegará.
El trabajo ideal existe y está ahí esperándonos, aunque parece que alguien nos lo robará en cualquier momento.
Y vos, que ni siquiera sospechás que ocupás todos mis pensamientos, estás a sólo unos metros de mí, y sin embargo siento que sos inalcanzable.
qué lindo post mel, las últimas líneas son geniales, me encantó.
ResponderEliminarAlgo sobre lo que hemos conversado:
ResponderEliminar"El rostro del Otro me significa una responsabilidad irrecusable, anterior a cualquier consentimiento libre, a cualquier pacto, a cualquier contrato" E.L.
Muy lindo post.
ResponderEliminarLamentablemente, yo tengo un anécdota inversa.
Mi hermana y yo caminando por la playa, en Santa Teresita. Mi madre y mi padrastro caminando más adelante.
Mi hermana, seis o siete años. Yo, once o doce.
De atrás de unos arbustos, sale un perro. También, ladrando y rugiendo.
Y yo... ¡salí corriendo dejando a mi hermana, con sus piernitas cortas, rezagada!
Cobarde reacción. ¡Todavía me hace sentir un poco de vergüenza!
Por suerte, era uno de esos perros que «ladran y no muerden»...
Pero bueno, así son las reacciones.
¿Alguien leyó Lord Jim, de Joseph Conrad?
Saludos.