martes, 26 de abril de 2011

Yo, Dios.


¿Cuántos de nosotros pensamos realmente que nos vamos a morir? La respuesta común es la obvia: todos. Pero esa no es mi pregunta. Mi inquietud es cuántos, realmente, pensamos que nos vamos a morir. Sentirlo, aceptarlo, verlo como el único final posible de la película que es nuestra vida.

Por supuesto, todos conocemos las reglas del juego: nacemos, vivimos, morimos. Tres etapas básicas que pueden diferir en su longitud, pero que siempre se cumplen. Hasta el bebé que muere en el parto tuvo un breve instante de lucidez, así como el anciano que a los cien años se despide de este mundo.

A lo que yo apunto es a si somos capaces de imaginarnos sin vida. Si podemos entender que en un futuro, tal vez no muy lejano, todo lo que nos rodea va a seguir igual, pero vamos a faltar nosotros. Si pensarnos como humanos nos es posible o si, en cambio, nuestra omnipotencia evita que nos demos cuenta de nuestra condición.

Es justamente esa omnipotencia la que nos nubla la visión y nos aleja de la conciencia. El “yo puedo todo”, tan común en nuestros tiempos y en nuestras sociedades, es el responsable de que hasta a la finitud queramos ganarle. Todo nos hace pensar que si hacemos deporte nunca nos enfermaremos, que si ejercitamos nuestras neuronas éstas permanecerán jóvenes, que si estamos ocupados con mil actividades el tiempo se prolongará para que lleguemos a realizarlas, que si nos sometemos a dolorosas cirugías estéticas nuestros cuerpos no envejecerán, que si la medicina sigue avanzando como lo ha hecho en las últimas décadas pronto ningún mal podrá con ella. Los resultados, sin embargo, nos muestran lo contrario.

Puede ser que las muertes no sean causadas, como sí era en el pasado, por crisis agrícolas, guerras o epidemias. Lo cual no significa que los motivos de los fallecimientos sean más placenteros: picos de stress, choques automovilísticos, paros cardíacos, Alzheimer, accidentes estúpidos. No hay triple bypass, auto blindado ni médico excelente que logre mantenernos vivos indefinidamente. Porque esto es imposible.

La naturaleza, Dios, una fuerza superpoderosa, o como más nos guste llamar a ese “algo”, se esfuerza por darnos señales del inminente fin. “Gustavo murió a los 54 años de cáncer”, “Mi abuelo no se acuerda ni siquiera de su propia familia y tiene problemas de movilidad”, “La mamá de Denise se cayó por el balcón y falleció en el instante”, “Las vidas de Josh y Tomi se terminaron cuando tenían apenas 16 años”, “La madre de Ceci tuvo un accidente de auto terrible… quedó paralítica y con secuelas mentales”, ¡¿cuántos ejemplos más necesitamos para afrontar que nadie vive por siempre?!

A veces, a quienes pensamos un poco más y funcionamos un poco menos por inercia, se nos tilda de apocalípticos. Sin embargo, no estamos anticipando ningún fenómeno extraordinario ni poco probable. Simplemente reflexionamos sobre lo más global que existe.

Llega un momento en el que debemos hacer el duelo por nuestra propia muerte. Tanta angustia provoca profundizar en esta realidad, que me vi en la necesidad de pedir ayuda. Mi terapeuta escuchó mi planteo, me miró a los ojos seriamente, y me dijo: “Cuanta más conciencia tengamos de la muerte, más conciencia tenemos de que estamos vivos”. Pocas veces he escuchado palabras tan sabias.

Personalmente, no encuentro muchos remedios ante el devastador descubrimiento que representa la verdadera e infalible universalidad de la muerte. Si lo tuviera, muy posiblemente no estaría viva (¡qué irónico!). La única “solución” que he encontrado, por ahora, es disfrutar minuto a minuto la vida. No me cabe ninguna duda de que ésta estará llena de disgustos, pero si logramos disminuirlos y en cambio aumentar los momentos de felicidad, nuestro paso por este mundo habrá tenido un mayor sentido.

No envidiamos a la gente que tiene mucho dinero, muchos hijos, mucho tiempo libre. Envidiamos a quienes viven relajados, a quienes buscan el disfrute intenso, a quienes no gastan sus energías en problemas sino en el goce de lo más simple.

Hoy estamos acá. Vivamos.

sábado, 2 de abril de 2011

Tan cerca, tan lejos


Cuando tenía diez años di una vuelta a la manzana. Fui con mi hermano una tarde de verano; hacía calor, estaba cansada y fastidiosa. Nuestros padres se despedían en la puerta de unos amigos, y nosotros habíamos decidido huir por unos breves minutos. Caminamos hasta la esquina, todo bien. Caminamos una cuadra, todo bien. Caminamos unos metros más, todo bien. Hasta que llegamos a esa casa con portón verde, vieja pero pintoresca, chica pero deslumbrante. Con mi hermano reíamos, hablábamos de la reunión que previamente había tenido lugar en nuestra casa, nos burlábamos de los patéticos invitados.

De la nada salió un perro. Dejamos de reírnos. Mi hermano, apenas dos años y medio más grande que yo, sentía la necesidad de protegerse a sí mismo, pero sobre todo de protegerme a mí. Estábamos los dos igual de asustados, no podíamos movernos. El perro ladraba, ladraba, ladraba. Cada vez que intentábamos dar un paso en dirección a nuestro hogar, el perro rugía de un modo tenebroso. Pasaron varios minutos, nosotros empezábamos a inquietarnos, y nuestro pesar aumentaba al pensar que nuestros padres ya estarían seriamente preocupados por nuestra desaparición.

Yo insistía en volver por donde habíamos venido. Para mí no existía otra solución, pasar por donde estaba el perro no era una posibilidad. Mi hermano me decía que no; miraba al perro, miraba la casa, miraba la calle, volvía a decirme que no.

En algún momento pasaron dos jóvenes en bicicleta. Conversaban y se divertían, exactamente como mi hermano y yo hace sólo algunos instantes. Nos miraron, miraron el perro, nos miraron, y siguieron su camino.

Por fin, mi hermano dio el gran paso. Decididamente pasó por donde estaba la bestia, no se detuvo ante sus insistentes e intensificados ladridos, siguió caminando unos metros más, se dio vuelta y me miró con cara triunfal. Mi desesperación había llegado a su punto máximo, ahora sí no tenía otra opción más que copiarlo. Tomé aire, empecé a mover los pies, a dar un paso tras otro. No miré al animal, no miré a mi hermano, no miré nada. Sólo caminé. Sin sentir nada, sin pensar en nada, sin desear nada más que no fuera llegar a salvo a mi casa.

Finalmente llegué al lado de mi compañero de vida, nos sonreímos, y continuamos nuestra charla como si nada hubiera pasado. Mi hermano probablemente borró ese episodio de su memoria instantáneamente, pero yo nunca lo logré. Fue la sensación de estar tan cerca, y a la vez tan lejos, la que nunca pude evacuar de mi mente.


La contradicción sigue latente, ese sentimiento se repite día a día…

Mi amiga S. escribe mails desde Europa pero no es capaz de levantar el teléfono cuando está acá.

La posibilidad de cambiar el mundo se nos presenta frente a nuestras narices a lo largo de todas nuestras vidas, pero parece tan imposible como utópica.

Mi abuelo se acerca a pasos agigantados a la muerte, y sin embargo siento que ese desenlace nunca llegará.

El trabajo ideal existe y está ahí esperándonos, aunque parece que alguien nos lo robará en cualquier momento.

Y vos, que ni siquiera sospechás que ocupás todos mis pensamientos, estás a sólo unos metros de mí, y sin embargo siento que sos inalcanzable.